El robo a taxistas es uno de los delitos más comunes en Venezuela. Miguel Ferrer, a quien casi matan para quitarle el carro, nos contó su historia.
Cuando le apuntaron por primera vez directo a la cabeza, Miguel Ferrer solo pensó en la mujer cuyo rostro le colocó, también por primera vez, a sus fantasías. No se atrevió a pensar en la muerte, y mucho menos después de que le dijeran: “Solo queremos el carro. Pórtate bien y no te pasará nada”.
Y él pretendía portarse bien. Manejó sin quejarse siguiendo las indicaciones del delincuente que le apuntaba desde el asiento de al lado, con la vista fija en una carretera que había podido transitar mientras coqueteaba con la mujer de la que desconocía hasta el nombre. Pero le tocó hacerlo con dos jóvenes a los que poco o nada les importaba su vida.
El otro ladrón, que se sentó en la parte trasera, estaba quizá más nervioso que Miguel. Aparentaba 17 años, era blanco, de cabello oscuro, y sus ojos pequeños e infantiles contrastaban con la voz áspera del cómplice, cuyos gruesos labios se juntaban en una sonrisa burlona e incluso siniestra; era moreno y tenía unos 25 años aproximadamente.
—Creo que el más joven en realidad no quería estar allí —dijo Miguel—. Sólo asentía a lo que el otro le decía, aunque también se veía con poca experiencia. Considero que era la primera vez que estaban envueltos en una situación parecida, en un robo de carros.
Aunque había pensado en terminar su jornada minutos antes, Miguel se estacionó frente a los dos jóvenes por costumbre: ambos le señalaron con el brazo para que se detuviese y lo hizo. Accedió a llevarlos porque no implicaba desviarse de su ruta. Estaba en la C-2 y ellos, supuestamente, iban a la urbanización Cumbres de Maracaibo.
Pero cuando le pidieron que cruzara antes, apuntándole por primera vez en su vida directo a la cabeza, Miguel se supo perdido y se refugió en el hermoso y moreno rostro de la mujer que poco antes ocupaba el asiento donde se sentó quien después le apretó una pistola contra la sien.
—A la mujer la llevé por La Matancera. Me cautivó desde que me hizo la señal para detenerme. Iba bien vestida y sus grandes senos, que imaginé desnudos durante todo el camino… bueno, me gustaría volver a tenerlos cerca.
Después de deambular veinte minutos por los sectores La Paz, La Pastora, 12 de Octubre y Cañada Honda, en Maracaibo, Miguel advirtió que los malhechores no sabían en qué lugar bajarlo del Aveo. Estaban improvisando y los nervios les impedían acabar con el atraco.
Eran alrededor de las diez de la noche y pocas calles contaban ya con posibles testigos. Hubiesen podido disparar con la certeza de que nadie los veía, pero no lo hicieron.
Fue Miguel quien dio el primer paso para terminar con la angustia que arropaba a los tres.
—¿Por qué no me dejan aquí? —preguntó. Estaban en la calle principal de Cañada Honda, por la vía Socorro—. Déjenme y llévense el carro, si quieren.
Como respuesta recibió un golpe en la cabeza que lo dejó sangrando y por el que frenó el vehículo con brusquedad.
El mayor de los delincuentes se bajó del carro y se dirigió a la puerta del conductor, cuyo asiento ocupó después de que moviera a empujones a Miguel, que estaba mareado. El más joven no pronunció palabra alguna.
El carro dio la vuelta en U mientras Miguel se tapaba la herida, angustiado. En ese momento sí pensó en la muerte. Pensó en que inevitablemente sucedería.
Decidieron lanzarlo en las calles sin pavimento y sin nombres del barrio Agua de Dios, ubicado entre los sectores La Pastora y 12 de Octubre. Luego de su cara chocara contra la arena, los atracadores arrancaron.
Sin embargo, ya casi levantado de la vía, notó que el carro retrocedía. Intentó correr, pero no se lo permitieron: uno de los dos le disparó en la pierna derecha, quizá para probarse a sí mismo y demostrarle al otro que puede ser capaz de matar un hombre.
—Tuvo que ser el moreno. O eso creo. El otro se veía paralizado por el miedo. Aunque, claro, nunca sabré quién fue. Solo sentí el disparo y minutos después me desmayé.
Miguel es ingeniero agrónomo, pero nunca ejerció su profesión. La estudió para complacer a su papá, que murió arrollado un año después de su graduación. Ahora, a sus 44 años, considera que en los ocho que lleva como taxista le ha ido bien a pesar de que casi lo matan.
Está casado, pero eso no le impidió imaginar que esa noche, cuando todo empezó, terminaría en la cama de un hotel y no en la de un hospital.
Y así como él, muchos taxistas terminan heridos o muertos por un negocio que desgraciadamente les ha resultado redondito a muchos delincuentes.
¿Quién se va a atrever a desarticular las mafias que a diario se dedican a robar carros?
Y también como él, a pesar de la inseguridad, muchos vuelven al volante por no tener otras opciones.
—Porque tenemos que vivir de algo, ¿no?
Redacción