Un carretillero se traslada desde El Malecón a la parte trasera del mercado periférico Las Pulgas en búsqueda de mercancía. Canta una canción cuya letra es apenas inteligible. Parece ajeno de sí mismo, de la anarquía manifiesta que hay alrededor. A su lado pasa un hombre, mayor de 60 años, y se detiene sobre el basurero que toca la orilla del Lago para orinar. Un tercero, con papel periódico en mano, espera que el sexagenario termine para acercarse a deponer. Cuando le llega su turno, no pierde tiempo: se baja el pantalón con naturalidad, como si estuviese amparado entre cuatro paredes; se nota que lo hace siempre.
El Malecón es la pasarela de los olvidados. El desfile del abandono.
“Esto es un desastre. Cada vez se acumula más basura y a nadie parece importarle”, dice a voz en grito Griselda Villalobos, que tiene 30 años vendiendo refrescos, chucherías y cigarros en El Malecón. “Antes hacía comida, pero ¿quién se va a acercar a comer aquí?”. Tiene que alzar la voz por el bullicio del transporte público en el lugar. Allí convergen las rutas de El Milagro, Valle Frío y La Cañada, entre otras.
Las personas que se acercan como usuarios de alguna de las rutas de transporte deben sortear el desbarajuste que sostiene El Malecón. Mientras permanecen en las colas es común observar cómo los indigentes les piden dinero.
“Cada vez que vengo me pego bien la cartera al cuerpo y miro para todos los lados, porque este lugar, a aparte de sucio, es peligroso”, señala una usuaria.
Los cerros de basura, donde se posan las garzas, tienden a crecer con frecuencia porque el aseo urbano deja los desechos en la zona y la amontonan durante días.
“Los camiones de basura tiran los desechos al final de esta parte de El Malecón y la recogen a veces cada quince días. Y después sale la alcaldesa en los medios diciendo que todo está bonito”, sigue diciendo Villalobos.
Pero el desastre es inapelable. El olor, en cambio, es indescriptible: es una mezcla de basura, peces muertos, excrementos… La fetidez sacude. “Ya uno no huele nada después de tantos años, por eso podemos estar aquí sin tener siempre ganas de vomitar. Estamos acostumbrados”.
En este lugar sin dolientes duermen los indigentes que merodean por el centro de la ciudad. Han construido con latas de zinc donde refugiarse en las noches. También han resuelto la comida: se alimentan de los peces muertos que aparecen en la orilla.
Tanto los comerciantes como los transeúntes piden a las autoridades competentes a echarle una mano a El Malecón.
“Este sitio no tiene por qué estar así. Da dolor”, lamenta Villalobos.
Y tiene razón: la indolencia incomoda.
Redacción DiarioRepublica.com